En estos largos atardeceres de verano, bajamos al pequeño huerto, protegido por la sombra de una acogedora ilera de viejos olivos. Fran corre por el camino con sus palos a modo de fabulosas espadas samurais, mirando de reojo detrás de los almendros y los olivos, por si anda escondido algún enemigo. Da gloria ver su carita brillando, morena y redonda. La luz implacable del sol, se vuelve rojiza en el brillo de su pelo. El camino se encoge despacito a nuestro paso. Pronto las sombras se alargaran y en el frescor del huerto, Fran, atormentara los canteros con sus palos y arrancará zanahorias y pequeños tomates, zarpará barquitos
en el agua que corre del pozo. Todo va cambiando, mientras el sol cae a lo lejos, el verde es más verde y el amarillo de los pastos se oscurece. Fran se queda en silencio, pero sólo un ratito, mientras se da cuenta que en el horizonte ve al sol y la luna, uno frente al otro. Una batería de preguntas y de nuevo a correr camino arriba y abajo. Benditos atardeceres y bendito niño.