jueves, 29 de julio de 2010
























Hubo un día en el que la vida se paró un minuto
un instante, en el que el dolor , se extendió por toda el alma, como chasquido un ruido sordo rápido y gris que hace huir a los pájaros del parque
Una palabra que taladra el corazón
y el desaliento que nubla la claridad del día y todo por nada



por no pensar un momento la palabra y lanzarla al aire solano y caliente del verano.











Verano, largo interminable, con sus sombras alargadas en las paredes blancas. Con el cielo cegador, azul y brillante.
Todo queda lejos, el horizonte y la brisa, el pensamiento y el sonido
del agua refrescando el aire.





El calor lo envuelve todo empalagosamente, en la oscuridad de la casa cerrada a cal y canto, pasan las horas lentas y aburridas. La siesta se extiende silenciosa por entre las paredes llenas de sol, un sol poderoso, impenitente sin compasión. Se remueven los viejos recuerdos, los retazos de otros tiempos. Cuando éramos niños, en el pueblo, todos nos escapábamos, casi descalzos, por las calles empedradas, a alguna huerta que tuviese alberca , que entre los rosales antiguos, aquellos granates, oscuros casi morados, tupidos de hojas y de olor y los laureles e higueras que crecían alrededor, escondiese un agua verde, pero pura y fría, con sabor a barro, nos bañábamos y era lo mejor del mundo. Al atardecer, volvíamos casi más sofocados de lo que nos fuimos. Pero era tan inmenso el verano y a la vez tan simple, calle y más calle siempre juegos en la calle. Las cuatro bombillas amarillas, tristes, que nos daban luz en las noches y cuando salía la luna, resplandecia aun mas que esos brillos apagados, se reflejaba en las piedras de la calle y en los ojos de los niños, ojos con una esperanza infinita y una paz, que tal vez hoy nuestros hijos no hayan conocido. Son recuerdos que casi duelen, porque es ver pasar tu vida y el tiempo sin misericordia, anudado dentro del corazón, apretando, apretando cada día un poquito más.

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