lunes, 7 de diciembre de 2009

Saltó y se alzó del suelo, la brisa de la tarde gris, la elevó hasta rozar las hojas marchitas de los árboles. Pensaba, que así pasaría sobre la vida desde otra perspectiva, desde otra dimensión. Ahora era aire, tan leve, tan ligera como el aire, invisible como el aire. Pero omnipresente, como el aire. Sentía el frío y no temía, veía anochecer y no necesitaba volver y plantar sus pies en la tierra. Y así siguió sobre el alma de los hombres, desde las nubes que invadían el cielo y las ramas delgadas de los árboles. Ni en el mejor cuento jamás contado, ni la más fantástica hada jamás imaginada, podían compararse con su recién conseguido anhelo, dueña del aire, de los pensamientos, de los sueños que no se cumplen y de la vida que no se vive, pero dueña de ella misma al fin y al cabo. Todo pasaba bajo sus pies y nada la descubría a los ojos de los mortales. Y vagó por el mundo etéreo de las nubes y los vientos astrales, lejanos y olvidados, por encima de las cálidas aguas de los océanos perdidos y siempre eternamente, ligeramente inclinada a su antigua realidad.

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