lunes, 8 de febrero de 2010

Era tibio y desprendía un olor a dulce recién horneado.
Su cabello rubio, acaparaba todos los rayos del sol y sus ojos, brillaban alerta a todo cuanto veía escuchaba y olfateaba, su dulce cuerpo abrazado a mí, me daba seguridad y juventud, esperanza. Era una buena primavera y el campo nos recibía con un montón de colores y un cielo azul casi perfecto, andaba entre las siembras perdido en el suave zumbar de las espigas, adormecido con la brisa de la tarde, sonreía al mirarlo, sabiendo que venía mojado o lleno de barro y aun recuerdo la sensación de llegar a casa y el olor del baño y su dulce carita roja, quemada por la brisa de marzo, apoyada en la almohada, su pequeño corazón latiendo en el sueño inocente, soñando dragones y guerreros imposibles. Mi querido hijo, pasó el tiempo, pero tu mirada sigue siendo la misma y la esperanza que hiciste nacer en mí, sigue acompasada a mi vida, por que todo lo que haces , piensas o sueñas, forma parte de mí, está incrustado en mi carne y en mi alma. Cuando te miro al regresar, veo un hombre, pero tus ojos inquietos, pequeños y llenos de miles de chispas, reflejan mi adorado corazón de niño, aun miras con la inocencia clavada a fuego, como si los dragones y los bosques que un día imaginaste, permaneciesen quietos adormecidos, rondando en el interior de tus sueños.

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